El
sonido de las ollas y sartenes golpeados con energía desde los balcones
anuncian que la protesta pacífica comenzó. A este toque de diana van sumándose
progresivamente el resto de las amas de casa que habitan en la comunidad. Los
estudiantes, preparados para defender con honores las tesis de pregrado,
alistan cuidadosamente sus nuevos útiles escolares, un escudo protector hecho
de una tapa de metal oxidado, un frasco contentivo de vinagre para prevenir las
lágrimas, un pañuelo tricolor y guantes para devolver miles de bombas
lacrimógenas manufacturadas en Brasil. Todo está preparado para reclamar con
brío la libertad secuestrada y denunciar sin miedo la galopante opresión en
Venezuela. Al cacerolazo se une de repente el rugido de motocicletas, la
barriada conoce ese aterrorizante ruido, la gente sabe que se aproximan, cual
jinetes del apocalipsis, los pandilleros asalariados del régimen, criminales
organizados, delincuentes ponderados por la revolución. Amparados por la
guardia nacional, estas bandas paramilitares irrumpen en la escena sembrando
muerte, disparan a diestra siniestra, los tiros van directo a la cabeza de los
manifestantes. El pillaje empezó, queman, roban, golpean, violan, tienen
patente de corso, son intocables pues gozan de la malévola impunidad
gubernamental. La resistencia no claúdica, desde las precarias barricadas el
bravo pueblo resiste, no teme morir pues defiende valerosamente sus derechos
cercenados por un tambaleante régimen.
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