Josef Stalin, el brutal tirano, ordenó en 1932 una
colectivización obligada de la agricultura en la República Socialista Soviética
de Ucrania. Bajo su orden, los soldados de manera salvaje requisaron la comida recogida
y la que había sido almacenada para los meses de crudo invierno, lo cual
produjo una feroz hambruna con millones de muertos. Este genocidio se conoce
como Holodomor, que en ucraniano significa “matar de hambre”. Fidel Castro, el
dictador cubano, convirtió el hambre en una dolorosa política de Estado, a él se
le atribuye la máxima que al pueblo había que mantenerlo ocupado buscando
comida para mantenerlo sometido y no pudiese pensar en otra cosa. Con una
libreta para controlar la venta de productos alimenticios, el régimen raciona
el escaso consumo, somete al país a una alimentación inadecuada, obligándolo a
pensar con el estómago y a obedecer todos sus designios.
Nicolás
maduro, el déspota venezolano, siguiendo las instrucciones emanadas desde La
Habana, aplica una errada política económica basada en confiscaciones del
aparato productivo agropecuario y de la industria alimentaria para manejar el
hambre como un malévolo mecanismo para someter a los habitantes. El
desabastecimiento de alimentos ha intensificado el hambre en la población,
siendo común la ingesta una vez al día, la búsqueda desesperada de desperdicios
en los basureros y un alto índice de malnutrición y mortalidad infantil.
Parecida a la libreta de racionamiento cubana, la narco-dictadura venezolana
utiliza el carné de la patria, como requisito indispensable para el precario
abastecimiento de comida y se niega rotundamente a la apertura de un canal
humanitario, bajo la burda excusa que bajo el ala de la revolución no existen
hambrientos y mucho menos mendigos. Ante
estos sombríos panoramas pensamos que, para alimentar el poder, el procedimiento
ideal de las revoluciones comunistas es matar de hambre al pueblo.
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