Mi formación cristiana
hizo de esta época del año una de las más gozosas.
La
infancia feliz con mi madre montando el nacimiento, preparando el guiso de las
hallacas y mi padre casero, vestido de santa, tocando el viejo piano vertical
que una vez teclearon Padú del Caribe, Pat O’Brien o el risueño Bola de Nieve.
Esa pacífica sensación ambientada con aguinaldos, patines Winchester y juguetes
ocultos para nochebuena, hacían de la navidad una inolvidable experiencia
compartida por toda la familia. Ya crecido, disfruté la temporada comiendo
pescado a la orilla del mar, atrapando luciérnagas en el campo, con amigos,
música, tragos, comida o en silencio en plena reflexión conmigo mismo.
Esta
navidad es diferente, por primera vez en mi vida la depresión embarga mi alma
sensible. Añoro la paz que anunciaban los ángeles infantiles en la natividad,
nuestro resentido país está al borde de un precipicio, dividido socialmente,
con odio, sin orientación, guía ni rumbo, paralizado económicamente, con ruido
de cacerolas en lugar de melodiosos villancicos, sin gasolina, con violencia,
la gente comprando nerviosamente gas, agua potable, velas, enlatados y otros
productos no perecederos, en lugar de pernil, hojas de plátano, gallina, carne
de res y demás ingredientes para preparar las deliciosas “multisápidas”
hallacas. Tengo ganas de llorar, olvidaré ese falso adoctrinamiento machista
que me inculcaron cuando niño: los hombres no lloran, no puedo evitarlo,
disculpen amables lectores de esta crónica navideña, pero los lagrimales no
pueden retener un segundo más el fluido, la respiración se hace cada vez más difícil,
la boca está reseca y me arden los párpados; una bomba lacrimógena acaba de
explotar a mis pies en esta triste navidad.
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