Nací una fresca y
soleada mañana marabina, hace siete décadas en la calle Febres Cordero del
popular barrio el Saladillo, a pocas cuadras de la plaza del prócer Rafael
Urdaneta, de 40 Grados a la Sombra, punto de encuentro de irreverentes pintores
y poetas, colindante con la sosegada librería bautista La Estrella de la Mañana,
cercana a una venta de deliciosos cepillados y a un tiro de arcabuz de la
Basílica de la Chiquinquirá.
El
31 de marzo de 1947, nació el primogénito de una familia maracucha, un niño
varón a quien sus padres, Rubén Darío y Dalila Rafaela, llamaron Edwin por un
cantante lírico admirado por el padre y Darío como segundo nombre en recuerdo
al eximio poeta nicaragüense.
Hace 70 años comenzaría el periplo de un bebé de cabellos oscuros, ojos
grandes y pestañas rizadas, en la casa de habitación (hoy demolida), de mi
amada tía Elvira, la que subió al cielo en su sillón favorito y de mi tío
Víctor, maestro censor que confiscaba las historietas de Superman y los
Halcones Negros, por considerarlos dañinos para la formación moral y espiritual
de los escolares.
Cuenta
la leyenda que fui rápido para nacer, que la partera no necesitó darme la
nalgada de rigor, puesto que he sido llorón desde el alumbramiento y que mi
padre al tomarme en sus brazos, apresurado comenzó a contar mis deditos, al
llegar a veinte, ya aliviado, siguió rebuscando para posteriormente gritar con
emoción, veintiuno, es un robusto varón.
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