Debo confesar que
cuando viajo en el tren me siento cual cavernícola dibujando grafitis en las
paredes de una gruta urbana. Durante el trayecto del viaje miro alrededor y
todos los pasajeros, excepto los que dormitan, mantienen la vista fija en sus
teléfonos celulares. Sus dedos pulgares pulsan rápidamente las teclas buscando
primicias y sus caras denotan si lo que leen o escuchan les causa placer o angustia.
Algunos comparten con sus vecinos las incidencias encontradas y entablan un
intercambio para ver quien localiza el mensaje más interesante. Al abandonar el
vagón, los viajeros, caminan como autómatas, bajan, suben escaleras, cruzan
avenidas, y llegan a su destino sin apartar la mirada del dispositivo
inteligente. La preocupación de no estar constantemente informados y el miedo a
estar sin celular se apodera de sus cuerpos, convirtiéndolos en seres
portadores de nomofobia, perturbación propia de esta cambiante era virtual. Yo
poseo un teléfono ignorante, que no toma fotos, ni está conectado a la red y que
no representa de manera constante en el tiempo la evolución de alguna magnitud.
Es un aparato sencillo, del cual me siento satisfecho, que no presume y que me
sirve para comunicarme ocasionalmente con el mundo exterior cuando no puedo
hacerlo de manera personal.
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