El noble oficio de
protector del planeta se ha convertido en una de las tareas más riesgosas del
mundo. Hace un año en Honduras fue asesinada la ecologista Berta Cáceres, quien
fuera galardonada con el Goldman Environmental Prize, premio dedicado a exaltar
la labor ambientalista a nivel mundial. Su muerte no ha sido esclarecida y
engrosa la lista de los que pierden la vida por defender el ambiente. De los
ecologistas asesinados, el 60% eran latinoamericanos y el 40 % indígenas que
murieron resguardando sus sagrados y legítimos territorios llenos de costumbres
ancestrales.
Las
poderosas compañías multinacionales, con el visto bueno de los gobiernos locales
y asistidas por sicarios armados, son las grandes responsables de la
destrucción del medio. Las altas cotizaciones en el mercado minero, han hecho
que las empresas aumenten la búsqueda de yacimientos en parajes vírgenes con la
consecuente contaminación. Lo mismo ocurre con las construcciones de centrales
hidroeléctricas, la tala ilegal de bosques para la explotación maderera y la
posterior transformación de esos terrenos devastados en cultivos
industriales.
En Brasil, el 22 de diciembre de 1988, fue
asesinado a sangre fría Chico Mendes, el defensor del bosque tropical más
extenso y pulmón vegetal del planeta. Mendes, el gran soñador del Amazonia, fue
protagonista de documentales, premio Global 500 por la ONU, medalla de la
organización Better World Society y merecedor de reconocimientos y
homenajes.
Cuando un ambientalista muere, el
firmamento se estremece, la tierra arde, los glaciales se derriten y sube el
nivel del mar. Cada vez que asesinan a un ecologista, los bosques languidecen, los
ríos se marchitan, se silencia el rugido de las fieras y los pájaros dejan de
emigrar. Cuando por defender la armonía del planeta, un ambientalista muere
acribillado, se ajusticia al ojo protector del universo.
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