Aquella exclamación retumbó
como truenos en mis sentidos. David tu eres venezolano, tienes 16 años, por ser
disciplinado en tus estudios, tus padres te premiaron con un viaje para que
visitaras a tus abuelos. Estas en Miami, eres un destacado deportista, acabas
de ganar una medalla de oro y otra de plata en las competencias del Karate que
practicas. De nada sirvieron las pistas que le daba para inducirle a recobrar
la memoria perdida, el nieto vagaba como un zombi por el apartamento, sus ojos
estaban en el vacío y sus manos temblorosas sudaban copiosamente. Querido nieto
calmate, no te preocupes que cuando menos lo pienses todo volverá a la
normalidad , a mí también me pasa debido a mi edad. Pero abuelo, yo soy jóven y
sin la memoria no soy nadie, me siento perdido. A David le entró un desespero
nada habitual en su conducta reposada, como un autómata repetía sin cesar, la
perdí, la perdí, me siento muy mal, he perdido la memoria. Ya me disponía a
llamar al servicio paramédico, cuando un grito de alegría me hizo correr a él.
La solícita abuela había recuperado en el fondo de la ropa sucia, la memoria
del aparato con el cual David se comunica, escucha música, toma fotos, filma,
navega por la red, se despierta, se acuesta, le calcula problemas trigonométricos
y de manera especial le almacena las vivencias de su incipiente y fructífera
existencia. Creo que a mis 65 años de edad, todavía estoy a tiempo de
incorporarme a la rauda carrera de las nuevas tecnologías y así podría
acordarme por qué estoy escribiendo esta crónica.
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